martes, 10 de febrero de 2009

El canto de la Mariposa Nocturna

La cima encarnada del mar rompe, con el galopar de mil caballos encendidos en batalla, contra las corazas vulnerables de los barcos. Los marineros, cuyas barbas recuerdan el suave deslizar de la espuma entre las rocas, guardan en sus duros cráneos prehistóricos (porque tienen en sus ojos la mirada de tantos siglos de historia y de brújulas y de astrolabios) esa fiel esperanza que acrecienta con las millas recorridas. Ese anhelo de ver cómo se asoma, desde la ribera grisácea del horizonte, aquella antorcha virtuosa, regalada por Prometeo a los hombres, que se anuncia como un templo consagrado al dios de las aguas y que guarda entre sus muros las plegarias de las mujeres del pueblo que, a falta de un hijo más, se lanzan a la crianza de los años mientras esperan entre tejidos y oraciones a sus esposos. ¡El faro! ¡He ahí al mensajero, como luminaria celeste, guiando a los reyes de Oriente! ¡He ahí al cuidador de las almas que, siendo ciegas, de corazón y mirada, podrían irse de lleno contra la escarpada roca de la costa! Y así como los navegantes empujan sus labios hacia las esquinas, como presas de una fuerza gravitacional que expande los costados de su rostro hacia uno y otro lado del océano, ante la visión altiva del faro, así mismo voy entregando mi boca al dulce rubor de la sonrisa que se desprende, casi sin notarlo, al tener entre mis ojos la primera visión de Virginia.
Virginia Woolf dicen que se llama, para mí que su verdadero nombre es Mariposa Nocturna. Y allí se queda ella, descansando entre mis brazos mientras me cuenta al oído, como un leve rumor de oleaje, todo ese goce delicado con que una mujer pasa los días, todo ese aletear de pájaro con que una mujer quiere desprenderse de la tierra. La señora Ramsay confía en que el tiempo cambie para poder llevar a su hijo al faro. “¿Iremos mañana al faro?”, pregunta el inocente James. “Mañana hará buen tiempo y entonces iremos”, responde ella como si a un tiempo fuera una y todas las madres del mundo. Esa convicción con que se entrega a su papel de Eva, de madre primera, se acrecienta con su deseo de permanecer siempre en el mismo espacio de tiempo; “por qué han de crecer sus niños”, piensa. Quiere cuidarlos en lo que dura la vida, y si la vida fuese eterna sería madre por siempre.
Beso a Virginia suavemente y le regalo algún poema; palabras que buscan la salida más próxima para escapar de esos enredos de garganta con que se ahogan los días y las noches. “To the lighthouse”, dice ella seduciéndome con su voz inglesa. Y ¡cómo no acompañarla! ¡Cómo no ir, tomado de su mano, a los abismos de la desesperación, guardando siempre la esperanza de ver a lo lejos al faro aquél, como una luz de libélula flotante, que vuelve más ligero el viaje y más dulce la pena! Todo lo que se esconde en el corazón de las mujeres, y en el de los hombres también, se me revela en la voz de Virginia, así como lo hacen las palabras en la boca del amante.
Y luego, toda esa maña con que se descuelgan las horas, entre los ires y devenires de una mujer que es madre y esposa, de un esposo que también es padre pero ante todo filósofo, de un amigo que siempre anheló otra vida, de una artista que teme revelar su pintura, de un hijo que recorta figuras de los libros mientras espera la hora de partir hacia el faro y que guarda en su corazón de niño un odio creciente hacia su padre. Y luego yo, cerrando el libro para asistir al encuentro de mis horas; haciéndome a la idea de un faro que cuide mis pasos del abismo.

jueves, 5 de febrero de 2009

Hay quien visita mis noches y entra por la ventana

Las libélulas no deben entrar por sus ventanas a las casas. Y sin embargo aquí está, empujándome hacia el rincón, amenazándome con sus alas. "¿No deberías volar junto a los árboles que crecen en el río?". Pero no contesta. Y sin más, se acuesta, tan larga como es, sobre mi cama; y cubre su cuerpo con mis sábanas; y creo ver su desnudez atravesando aquella tela, mientras escribo mentalmente algunas frases que ahora no recuerdo. Me asomo a la ventana. Allá, al otro lado, se insinúa la desesperación, y tal vez, si escucho con cuidado, la oiré pronunciar mi nombre. Voy a Virginia como volviendo a los brazos del amante. Yo también quiero ir al faro, pero no sé si mañana haga buen tiempo. Esa luz que alumbra mucho más que la ruta de las rocas a los navegantes (es un hilo de luz que va directo a sus almas, esa sensación de sentirse verdaderamente en casa) se alza a lo lejos como una serpiente cuyos ojos centellean mientras pronuncian la palabra "seducción". Toda esa luminaria coronando aquella torre erecta que alguien construyó sobre los cimientos de algun viejo poema. Y otra vez la ventana y allá la desesperación. De no tener invitados, saltaría; pero allí está mi amante de tantas y tan pocas noches bajo la forma indefinida de mi cuerpo. ¡Libélula! ¡Despierta! Y abre sus ojos como si abriera su boca de perro hambriento. Cómo me seduce esa manera impetuosa de mirarme. Le pido que se vaya, "la mañana está esperándome en la esquina". Pero se niega a abandonar la casa. "Es un trato con la noche" "Somos animales nocturnos, (más animales que nocturnos, claro está)". Pero no se levanta, me mira como sabe hacerlo y yo termino por bajar la mirada. (Nota: le advertiré a otros diegos con otros versos que no bajen la mirada y si lo hacen que sea para mirar a las hormigas, nada más).
Cómo duelen esas noches largas de tinta derramada como semen. Ese sabor incompleto entre la boca y el dedo. Si no sale la libélula, aún queda la ventana y allá... la desesperación.