lunes, 5 de octubre de 2009

Árboles en un bar

Hace muchos años batía sus manos como si fueran alas de mariposa. Siempre creyó que el viento lo llevaría muy lejos; a donde la luna, quizás, no lograra rasparle las rodillas como tantas veces. De pequeño, su madre le compró un sombrero tejido de mar y lo nombró almirante. Lo acompañaba al puerto que era el entrepiso de alguna sala de la casa y allí lo despedía entre besos y abrazos y lágrimas que sabía fingir, pero se parecían en mucho a ese diluviar nocturno de sus ojos. El padre nunca estaba, o tal vez no era su padre, como llegó a pensarlo un día. El único abrazo que recibió de aquella figura larga como sombra de árbol fue una premonición de algo que, sospechaba, no entendería nunca.
-Adiós, mi pequeño Tristán -dijo el hombre.
"Tristán, ése será mi nombre desde ahora" y se subió a su barcaza de cartón en la que recorrió todos los mares que había cosido su madre en las cortinas.


-¿Tristán me dice que se llama?
-Sí, Tristán.
-¿Qué clase de nombre es ese?
-Uno que me regaló mi padre.
-¿Puedo invitarlo a un whisky?
-No. Me produce jaquecas.
-¿Tiene usted esposa?
-No sé.
-Entiendo eso. Se mete uno en tantas camas sin sospechar que ellas se escabuyen entre el sueño y vierten gotitas de Esposadera en tus zapatos. Puedes entrar y salir del lugar con los ojos vendados que los zapatos siempre encontrarán el camino a sus cuartos. Se me gastaron las suelas de tres pares en sólo dos meses; por eso ahora ando descalzo; al comienzo salen ampollas pero luego se endurece el cuero. Mejor eso que tener detrás a una fanaticada de mujeres clamándote su marido.

Tristán torció la boca y se disculpó para ir al baño. Era el bar número setenta y cinco que visitaba. "¿Y si nunca lo encuentras?", se preguntó a sí mismo mirándose al espejo. Luego se alejó de tal manera que pudiera ver su cuerpo casi completo y batió sus brazos. Imaginó que volaba a través del mar y fue así como llegó a todos los pueblos, según le contaba a los niños que le preguntaban curiosos por su procedencia. "Vine volando con mis alas de mariposa. Si uno se lo propone el viento es un fiel compañero de viaje".

Con los años se convirtió en una leyenda. A donde iba, la gente lo reconocía como el hombre de las alas de mariposa. Viajaba disfrazado para que nadie se desengañara al ver que sus alas eran falsas y cuando entraba a un bar llegaba batiendo las manos con fuerza y respiraba profundo, como si el vuelo le hubiese agotado el aire.

Cuando llegó al bar número seis mil tenía las piernas demasiado cansadas. Se paró en el descanso de la puerta y alzó la mirada para leer nuevamente: "El alcatraz". Entró al lugar y no se dio cuenta del temblor de sus manos hasta que sacó el encendedor del bolsillo. En ese momento hubiera deseado ser ciego, pero no había llegado hasta allí para cerrar los ojos. Encendió el cigarrillo y dirigió su mirada a la barra. Allí estaba, en compañía de su amigo inseparable. Sintió cómo se le desvanecían las alas; casi alcanzó a escuchar las voces de los niños: "ya no vuelas, ya no vuelas, ahora no eres más que un tonto".

Los dos ancianos de la barra se movían muy lentamente. Sus cuerpos toscos le recordaron la corteza de un árbol. ¿Cuánto tiempo habrían estado allí? El suficiente para adherirse a la silla. Los observó largo rato. La madera de sus ropas no era diferente a la de sus pieles. Eran largos; pensó en los enormes arbustos que visitaba cuando era una mariposa. Pero alguien había olvidado regar a los dos ancianos; sus raíces ya no bebían más que licor. ¿Cuál sería su padre? Trató de reconocerlo pero ambos tenían el mismo gesto. Se movían a un mismo tiempo como si fueran uno solo.

Uno era su padre, el otro era su Sombra. Decidido se acercó y preguntó con voz quebrada.
-Estoy buscando a Pedro H.
El alcatraz se quedó en silencio. Era la primera vez que alguien llegaba allí a buscar a Pedro H.
-¿Quién lo busca? -preguntó la Sombra.
-Su hijo, Tristán.
Una lágrima bajó por la mejilla izquierda de Pedro H. Tristán lo reconoció. Lo abrazó largamente.
-Perdió la visión y le arrancaron la lengua hace algunos años -dijo la Sombra.
Tristán palideció al instante, ya no tuvo deseos de reclamarle por su abandono.
-Murió mamá -fue lo que dijo. Hace muchos años ya.
-...
-He viajado por todo el mundo buscándote, siguiendo tu rastro de bar en bar. Eso fue lo que ella me dijo, que te habías ido porque preferías el licor a sus besos.

La Sombra estiró un pañuelo y secó las lágrimas de Pedro H. Un rayo rojo intenso se deslizó desde el cielo y vino a dar en la cabeza del hombre, derramándose por la nariz. Nadie dijo nada. Hace mucho que esperaban la muerte de Pedro H. Seguramente un astuto leñador sabría vender su cuerpo en pequeñas astillas de leña. Algún fogón lo agradecería con una buena cena.
Tristán ocupó la silla de su padre y pidió un trago como el que estaba tomando la Sombra.
"Bienvenido a casa", le dijo y Tristan alzó sus ramas para estirarse un poco. "Ojalá sólo vengan pájaros cantores" y vació la copa en su boca.

martes, 18 de agosto de 2009

La Invitación

Las fiestas me aburren. El trago amargo que baja por la garganta como buscando al ladrón de alguna pena (como si uno tomara sólo en momentos de tristeza); el humo que se empoza en los ojos y los deja como náufragos en mar ajeno (como si uno llorara sólo de dolor y culpara a alguien por eso); la gente, los hombres, las mujeres, que pasan, que van, que vienen, que gritan, se ríen y bajan y luego suben, aquellos que se pelean y aquellas que se abrazan, la gente que es el todo y te recuerda que estás en nada. Y no es que me moleste la gente, es que las fiestas me aburren y en las fiestas hay gente. Pero esto no ha sido cosa de siempre, antes, en otro tiempo, en otro siglo tal vez, en otro mundo, me gustaban las fiestas, emborracharme hasta terminar desnudo, drogarme hasta romper el manto de estrellas. Ahora, me gusta emborracharme en el silencio absoluto, alucinar en los vacíos que le regalo a mi tiempo, dormir sin cerrar los ojos, caminar como si estuviera completamente despierto.
Ella se acomoda la falda y se pinta los labios de color violeta. Tiene la cara desfigurada. Creo que se la he visto así desde siempre pero, como es terca, insiste en que sólo lleva dos días con ella y que se la propició una alergia por algún alimento viejo. “Te ves hermosa”, le digo. Me mira como si me tuviera lástima y hace una mueca que sólo le conozco a ella. “¿En serio no quieres venir a la fiesta?”. “No”, le digo toscamente, “te estoy diciendo que me aburren”. Y suelta su lengua como si quisiera lamer mis enojos. “Ya te dije que es por culpa de Marte, ¿qué no has visto que por estos días está más cerca de la tierra?”. Pero, como ve que me resisto, se acerca simulando los gemidos de una loba y me muerde la boca. “Te aseguro que es Marte quien te metió esas ideas en la cabeza… Vístete, sal a la calle y pídele a Marte, muy cordialmente, que se vaya a comer mierda”.
Es lo que yo llamo una mujer ebria. No porque tenga mucho licor en su cabeza sino porque camina como si llevara un tesoro escondido en el vientre; se mueve acá, se contorsiona allá, despista en otra parte, para que nadie descubra su misterio. Baila, canta, se besa con alguien que dijo conocerla de otra vida pero mintió solo para probar sus labios, que algún amigo le recomendara. Vuelve con sus piernas largas que jamás han conocido el cansancio; tiene tiempo de atenderme, de abrazarme entre sus risas. “Te perdiste de una fiesta maravillosa”. Y me cuenta mientras mueve sus caderas todo el trajín de la noche, empuja hacia mí su pubis tantas veces como la besaron sus amantes, muerde mi cuello por cada copa de licor que recibieron sus labios. “No, no es culpa de Marte… Sos vos… me gusta quedarme en casa para que vengas a contarme la noche”. Me mira fijamente a los ojos como esperando que continúe mi discurso y, al ver que mis labios no se mueven, suelta la carcajada.
“Lo malo de ustedes los hombres es que no saben pedirle a una mujer que haga su papel de puta…”. Se quita la ropa y me va desnudando con sus besos, con sus movimientos convulsivos. Me culea como si yo fuera la gata y ella el perro. Pierdo el conocimiento, luego me veo vomitando, el mundo se me revuelve todo en un golpe seco. “Ahora tu padre va a tener un hijo que perdió su virginidad con una puta”. Me asquea su risa de pocos dientes, me produce escozor lo prominente de sus carnes. “Eras hermosa, eras la mujer más hermosa del mundo… ahora no eres más que un…”. Se lava frente a mi, limpia cada parte de su cuerpo, se acaricia torpemente y al caer del agua deja salir pequeños gemidos de vaca. “Querías placer y te he dado la verdad”, me dice, como si un niño de doce años no entendiera de sarcasmos. Y luego mi padre, el de siempre, el que se acuesta con la pelirroja los sábados y con la negra los domingos. Orgulloso el señor porque tiene un hijo varón. En la casa, la madre preocupada, cree que fuimos a misa. En el cuarto de Florelia, mis días de infancia, recorren sus carnes, perfumadas por quinta vez en el día.
Nunca volví a tener sexo hasta que conocí a Gabriel, un ser mitológico con pretenciones de mago, que bailó conmigo en una fiesta y se marchó con la mañana en brazos de una virgen que venía de otro pueblo.
Las fiestas me aburren. Me recuerdan a Florelia, a mi padre queriendo un hijo macho. Me recuerdan a Gabriel, al macho queriendo hacerme hembra. Prefiero la tranquilidad de mi casa, el vaso y el vino, la luz de la vela, el suave gemido de las castañuelas con que mis güevas cantan su flamenco. La tristeza insana con que me despierto todas las mañanas, al borde, casi como si cayera y me desmembrara torpemente.
Me parecieron razones suficientes para no insistirle más con la idea de ir a la fiesta. Sonreí con compasión, no lo niego, pero él de compasión entendía poco. Di media vuelta y me fui buscando la dirección que había anotado en una hoja de cuaderno. La tinta comenzaba a correrse por entre las líneas del papel. Fue entonces cuando supe que sudaba; mis manos se deshacían en agua. Toda la noche estuve sentado en algún rincón de la casa, pensando en él. Creo que algo de su hastío me transmitió aquella vez porque, cuando se acercó María para invitarme a la habitación de huéspedes, sentí una necesidad urgente de correr a mi casa y hacerme una paja.

miércoles, 17 de junio de 2009

¿Cómo nombrar a los hombres?

A mi me gustan los penes; para usar un eufemismo. Y no es porque sea muy sexual como las gallinas de gomezjattin, sino porque prefiero usar la palabra pene en vez de la palabra hombre: para no caer en confusiones. Según la realísima academia de la lengua española, de quien espero el perdón por no usar la mayúscula en los nombres, la palabra hombre guarda en su interior una doble existencia antónima, físicamente hablando. El hombre, dice la nombrada academia, es un ser animado racional, varón o mujer.
Si digo que me gustan los hombres podrían decir, entonces, los que disfrutan de la taxonomía sexual, cosa que detesto, que soy un ¿hombre? bisexual. Lo cierto es que con las vaginas soy torpe; prefiero no pensarlo. Y no es que pretenda retornar a la guerra de los sexos ni a cualquiera de esas absurdidades separatistas, todo lo contrario; la organización sexual me parece fastidiosa; no me gustan los gays ni las lesbianas ni los heterosexuales ni los maricas ni los indefinidos ni los flexibles ni los curiosos ni los travestis ni los transexuales ni los intersexuales: me gustan los seres humanos y en particular los penes.
¿Soy un hombre, ergo soy varón y mujer? “Ay hombre, no seas tan drástico, si hay otra definición que dice que el hombre es varón solamente: ser humano del sexo masculino”. Y sin embargo no se me hace suficiente, pues si algo nos ha enseñado el lenguaje es que lo masculino es el conjunto de penes y vaginas reunidas en un concepto “urgente” y no extensivo de comunicación inmediata. No, no digo que esté mal economizar. Lo que quiero decir es: cada que nombramos algo lo hacemos desde lo masculino, asumiendo que lo masculino habla por los seres humanos en general, dejando de lado lo femenino como particularidad. Negamos lo-masculino-y-lo-femenino en un gesto ahorrador de palabras. “Bienvenidos”, “¿y nosotras?” cuestiona la mujer precavida, “pero me entendió”, le responde el orador y prosigue.
Aún me sorprendo cuando un grupo de mujeres dice: “nosotros tal cosa, nosotros tal otra”. He escuchado a muchas hablar de tal forma. No es que nieguen su aparato corporal, ni su condición de mujeres: son víctimas del lenguaje. Aquél que nuestros padres y nuestras madres, porque también ellas, nos enseñaron de manera desprevenida, porque el “nosotros” nos incluye a todos. Seres humanos que biológicamente se dividen en hombres y mujeres: eso somos. Digo que biológicamente porque en los demás ámbitos somos la misma cosa. Y no es que pretenda ahora, ya que me disgusta la distribución taxonómica, eliminar las palabras hombre y mujer, no. Propongo que se usen sólo como sustantivos de lo que representan: un orden biológico. “Bienvenidos los hombres(físicos), bienvenidas las mujeres(físicas)”. Por todo lo demás creo profundamente, y es una verdad incuestionable, en la diferenciación/separación/complemento de los arquetipos femenino y masculino.
Lo femenino y lo masculino, como conceptos, trascienden los límites biológicos. Corresponden más bien a construcciones espirituales y filosóficas. Un hombre con pene no será siempre masculino y nada más que masculino, también los hay con un alto grado de femineidad. A una mujer con vagina le pasa lo mismo. La eterna dualidad de los cuerpos-alma, el día y la noche, el sol y la luna, lo eterno femenino y lo eterno masculino, Dios y la diosa. Pero esto es otro tema. Yo estaba hablando de órganos sexuales. Me gustan, pues, los seres humanos masculinos y con pene.
En cuanto al lenguaje, esperaremos que se separe del griego orthós para que tenga una doxa múltiple e incluyente. Que no sea derecho sino que tenga ramas, que no diferencie a los seres humanos, pero que si lo haga, desde lo biológico. Que sea capaz de hablar de mujeres y de hombres y que me permita encontrar un pene al cual hacerle un encomio sin caer en impropiedades lexicales o en imprecisiones semánticas. O mejor aún, si pudo una Eva salir de una costilla, podrá otra Eva desprenderse de la palabra macho, de la palabra varón, incluso de la palabra hombre. Para que no haya más represiones y yo le pueda hablar a los hombres sin recurrir a sus penes.

martes, 10 de febrero de 2009

El canto de la Mariposa Nocturna

La cima encarnada del mar rompe, con el galopar de mil caballos encendidos en batalla, contra las corazas vulnerables de los barcos. Los marineros, cuyas barbas recuerdan el suave deslizar de la espuma entre las rocas, guardan en sus duros cráneos prehistóricos (porque tienen en sus ojos la mirada de tantos siglos de historia y de brújulas y de astrolabios) esa fiel esperanza que acrecienta con las millas recorridas. Ese anhelo de ver cómo se asoma, desde la ribera grisácea del horizonte, aquella antorcha virtuosa, regalada por Prometeo a los hombres, que se anuncia como un templo consagrado al dios de las aguas y que guarda entre sus muros las plegarias de las mujeres del pueblo que, a falta de un hijo más, se lanzan a la crianza de los años mientras esperan entre tejidos y oraciones a sus esposos. ¡El faro! ¡He ahí al mensajero, como luminaria celeste, guiando a los reyes de Oriente! ¡He ahí al cuidador de las almas que, siendo ciegas, de corazón y mirada, podrían irse de lleno contra la escarpada roca de la costa! Y así como los navegantes empujan sus labios hacia las esquinas, como presas de una fuerza gravitacional que expande los costados de su rostro hacia uno y otro lado del océano, ante la visión altiva del faro, así mismo voy entregando mi boca al dulce rubor de la sonrisa que se desprende, casi sin notarlo, al tener entre mis ojos la primera visión de Virginia.
Virginia Woolf dicen que se llama, para mí que su verdadero nombre es Mariposa Nocturna. Y allí se queda ella, descansando entre mis brazos mientras me cuenta al oído, como un leve rumor de oleaje, todo ese goce delicado con que una mujer pasa los días, todo ese aletear de pájaro con que una mujer quiere desprenderse de la tierra. La señora Ramsay confía en que el tiempo cambie para poder llevar a su hijo al faro. “¿Iremos mañana al faro?”, pregunta el inocente James. “Mañana hará buen tiempo y entonces iremos”, responde ella como si a un tiempo fuera una y todas las madres del mundo. Esa convicción con que se entrega a su papel de Eva, de madre primera, se acrecienta con su deseo de permanecer siempre en el mismo espacio de tiempo; “por qué han de crecer sus niños”, piensa. Quiere cuidarlos en lo que dura la vida, y si la vida fuese eterna sería madre por siempre.
Beso a Virginia suavemente y le regalo algún poema; palabras que buscan la salida más próxima para escapar de esos enredos de garganta con que se ahogan los días y las noches. “To the lighthouse”, dice ella seduciéndome con su voz inglesa. Y ¡cómo no acompañarla! ¡Cómo no ir, tomado de su mano, a los abismos de la desesperación, guardando siempre la esperanza de ver a lo lejos al faro aquél, como una luz de libélula flotante, que vuelve más ligero el viaje y más dulce la pena! Todo lo que se esconde en el corazón de las mujeres, y en el de los hombres también, se me revela en la voz de Virginia, así como lo hacen las palabras en la boca del amante.
Y luego, toda esa maña con que se descuelgan las horas, entre los ires y devenires de una mujer que es madre y esposa, de un esposo que también es padre pero ante todo filósofo, de un amigo que siempre anheló otra vida, de una artista que teme revelar su pintura, de un hijo que recorta figuras de los libros mientras espera la hora de partir hacia el faro y que guarda en su corazón de niño un odio creciente hacia su padre. Y luego yo, cerrando el libro para asistir al encuentro de mis horas; haciéndome a la idea de un faro que cuide mis pasos del abismo.

jueves, 5 de febrero de 2009

Hay quien visita mis noches y entra por la ventana

Las libélulas no deben entrar por sus ventanas a las casas. Y sin embargo aquí está, empujándome hacia el rincón, amenazándome con sus alas. "¿No deberías volar junto a los árboles que crecen en el río?". Pero no contesta. Y sin más, se acuesta, tan larga como es, sobre mi cama; y cubre su cuerpo con mis sábanas; y creo ver su desnudez atravesando aquella tela, mientras escribo mentalmente algunas frases que ahora no recuerdo. Me asomo a la ventana. Allá, al otro lado, se insinúa la desesperación, y tal vez, si escucho con cuidado, la oiré pronunciar mi nombre. Voy a Virginia como volviendo a los brazos del amante. Yo también quiero ir al faro, pero no sé si mañana haga buen tiempo. Esa luz que alumbra mucho más que la ruta de las rocas a los navegantes (es un hilo de luz que va directo a sus almas, esa sensación de sentirse verdaderamente en casa) se alza a lo lejos como una serpiente cuyos ojos centellean mientras pronuncian la palabra "seducción". Toda esa luminaria coronando aquella torre erecta que alguien construyó sobre los cimientos de algun viejo poema. Y otra vez la ventana y allá la desesperación. De no tener invitados, saltaría; pero allí está mi amante de tantas y tan pocas noches bajo la forma indefinida de mi cuerpo. ¡Libélula! ¡Despierta! Y abre sus ojos como si abriera su boca de perro hambriento. Cómo me seduce esa manera impetuosa de mirarme. Le pido que se vaya, "la mañana está esperándome en la esquina". Pero se niega a abandonar la casa. "Es un trato con la noche" "Somos animales nocturnos, (más animales que nocturnos, claro está)". Pero no se levanta, me mira como sabe hacerlo y yo termino por bajar la mirada. (Nota: le advertiré a otros diegos con otros versos que no bajen la mirada y si lo hacen que sea para mirar a las hormigas, nada más).
Cómo duelen esas noches largas de tinta derramada como semen. Ese sabor incompleto entre la boca y el dedo. Si no sale la libélula, aún queda la ventana y allá... la desesperación.

viernes, 23 de enero de 2009

El Evangelio según Caín

Cuando el Volcán de las Cruces ruge se parece a cien mil tigres hambrientos. Todos en manada, mostrando sus dientes a un tiempo, con su mirada fija en la presa. En la base del volcán todas las gentes bailan y cantan en rituales que duran semanas enteras; se hacen ofrendas a Dios y también a los dioses para que aplaquen el instinto asesino de la montaña. Cuando regresa la calma, los crucenses regresan con ella a las tareas habituales, mirando siempre de reojo hacia el pico del volcán como esperando el momento en que su sangre redentora se deslice cuesta abajo para lavar sus culpas. En el Valle de las Cruces hay una fe piadosa y eterna que mantiene a sus habitantes con vida. No hay un solo hombre que no se entregue a Dios. No hay una sola mujer que no se entregue a Dios. Y también a los dioses. Los cimientos de una iglesia que nunca terminó de construirse sirvieron para levantar el único Convento de la zona. Allí solían reunirse hombres y mujeres por igual en los tiempos en que la fe era más fuerte que el instinto de supervivencia. Poco a poco, los crucenses fueron dejando a las monjas a merced de la maleza. Y ellas, olvidadas para siempre maldijeron el natalicio de Caín y se ocultaron en sus claustros.
Encerradas en celdas de piedra, de paredes tan duras como la fe que guardan en sus corazones, las mujeres oran en silencio. Sus bocas sólo reciben las hostias que alguien consagró con la sangre derramada en nombre de las cruces. Se alimentan con el dolor de aquellos muertos que son gaviotas enfurecidas, carceleras aladas que entierran sus garras en los costados y en las gargantas, y escapan con esos fragmentos de alma olvidados en la red por un pescador descuidado. Sus pieles, ocultas por los hábitos, y también por los hábitos, han adquirido un rubor de sombra parecido a la sonrisa de la muerte. Ante la falta de luz, porque no hay espacio alguno en aquellos monasterios del alma por donde se pueda colar el sol, han ido perdiendo el alcance de sus ojos, semejantes a la luna que va menguando hasta mostrarnos las formas de su espalda. Como las lágrimas se rehúsan a salir, por temor a perderse en el silencio, van inundándose por dentro; soplos marinos golpean las cavidades de sus cuerpos y las obligan a danzar en un rito que se parece al baile de las hojas en invierno.
La anciana, sentada en su eterna silla de mimbre, insiste en enhebrar una aguja. Esa silla, que recibió como regalo de bodas, es el recuerdo de su madre. “El matrimonio está compuesto por diez años, para parir diez hijos, y treinta años más, tal vez cuarenta, para sentarse en la silla y enhebrar tantas agujas como sea posible. Luego te quedas viuda y cada vez se hace más difícil el oficio de la costura. Cuando mueres la silla se convierte en una extensión de tu alma, de suerte que alguien dejará la ventana abierta, alguien verá la silla moverse, alguien dirá que viniste del país de los muertos a mecerte, y alguien regalará la silla (sin mencionar la palabra embrujo) a una joven hermosa que decidió abandonar su casa para seguir a un militar que le prometió su amor”. Esas palabras, tantas veces mencionadas por su madre, la persiguieron durante los primeros años. Cuando el quinto hijo vino corriendo a decirle que había amarrado los cordones de sus zapatos sin ayuda de nadie, tomó la silla y un par de agujas y se fue en el último bus que salía esa tarde. Fue acogida por el grupo de monjas que la adoptó como una hermana más. Un mes más tarde vendrían los vómitos y los mareos. Su abdomen creció tanto que llegó a pensar que tendría a un tiempo los cinco hijos restantes, según la profecía de su madre. Pero sólo tuvo uno.
La noche brillaba como un collar de diamantes sobre el pecho de la Reina Africana. Los gritos de la mujer se escuchaban en los campos cercanos como un estertor salido de la tierra. Semejantes rugidos le hacían recordar a los hombres y a las mujeres que vivir en un terreno volcánico era un acto suicida, y que todo aquél que cometiera pecado contra su propia vida merecía el peor de los castigos en el infierno. Caín nació en el Convento de las Hermanas Magdalenas; pesó lo suficiente como para llevar a su madre al borde de la muerte; tres semanas de largas oraciones bastaron para que la leche primitiva no le fuese negada al niño por la negra sombra de Dios. Fue bautizado entre oraciones que se parecían más a los rezos usados en los exorcismos: el nombre que le dieron, con semejante peso bíblico, lo acompañaría a lo largo de su vida como una maldición.
En los cantos de maitines siempre estaba en la primera fila escuchando atentamente; se sabía los servicios religiosos de memoria.
-Cuando crezca quiero ser Apóstol –le dijo muchas veces a su madre.
Y la mujer torcía sus ojos como una posesa inundada de temor.
-Sí, un Apóstol. Y escribiré un evangelio.
“En el principio era la Oscuridad y el Hombre entonces se sintió solo, pero un día llegó la mujer de una tierra lejana. Mas no llegó sola: trajo consigo el Génesis. Y resultó que la mujer era hija de la Oscuridad, la mujer era encarnación oscura, se apoderó de todo y esclavizó al hombre y el Génesis no tenía sexo todavía. Sólo al culminar la tercera estación llegó la redención y el Hombre se creyó salvado. El Génesis se había duplicado. Se fue aquél para el norte y aquella para el sur y la hembra siguió reinando, mas el Hombre, que como ella era ser pensante, la retó y haciendo uso de su instinto creador la colocó debajo de alguien superior. Ya no reinarás más mujer, dijo el Hombre, serás el Génesis y la carne y serás también el tercer brazo del Hombre, teniendo miedo de Aquél que te ve. Porque Aquél fue Hombre, gracias al Hombre que no fue mujer. Y todavía reina el principio pero de vez en cuando se rebela la mujer y dirige sus artes al Hombre sumiso y resignado”
No tardaron en llegar los seguidores. El culto de Caín se extendió por el Valle de las Cruces como la sombra de la noche sobre el pasto. Salve!, gritaban en coro y de rodillas recitaban el Evangelio. “Acude al llamado de la carne viviente. Dadnos la piedra para construir la ley”. El Convento de las Hermanas Magdalenas se convirtió en el epicentro de la nueva fe. El Génesis se hizo visible. Las mujeres asistían presurosas y alzaban sus faldas frente al altar en nombre de la Creación. Los hombres se aferraban a sus cuerpos redondeados, las perseguían entre rezos y bailes, como en un antiguo ritual de apareamiento. Y el Génesis se duplicó. No había persona en el Valle de las Cruces que no tuviera, sobre algún altar improvisado, las páginas abiertas del Evangelio de Caín.
Y los nuevos miembros fueron bautizados en las aguas termales que Aquél consagrara al Hombre en los tiempos de la Creación. Sumergían sus manos en el agua y con los dedos húmedos recorrían su cuerpo, masturbando su piel, reconociendo los pliegues de sus articulaciones, descansando en los orificios que su existencia corporal les ofrecía. Luego pronunciaban un nombre inentendible y se lanzaban como experimentados clavadistas para participar en la Orgía de los Minerales, de la que Caín era Sumo Regidor. Los que entraban como iniciados salían de las aguas transformados en ministros de la nueva fe. Se llamaban por sus nombres, y si acaso alguien lo olvidara inventaba al instante un nuevo nombre para bautizar a aquél que era considerado su igual. “Pero estaba escrito que llegaría la lluvia de fuego y antes de eso se levantaría la piedra y los hombres pagarían su falta”. Y así fue como un hombre, fiel creyente de la nueva fe, después de dejar sus libaciones sobre el altar Primero, se acerco al Sumo Regidor y le habló con palabras necias:
-Hermano! He dejado en mis oraciones gratas palabras y bendiciones a su nombre.
La tierra se estremeció con el galopar de potros apocalípticos. El volcán rugió como no lo hiciera en miles de años. Caín, armado con sus brazos lanzaba injurias contra el hombre, que asustado, corría de lado a lado esquivando los golpes.
-¡Hermano? –gritó Caín. No somos hermanos, somos seres errantes en busca de la piedra que construya nuestra ley.
Y cumpliendo con el deber que le demandaba su nombre mató al hereje que se atrevió a llamarlo hermano. Y dijo aún:
-Éste es el cadáver de quien se atrevió a llamarme hermano. La nueva raza está ahora maldita.
“Y la salvación llegará de manos del Redentor. Será el Redentor quien libere a los hombres de la lluvia de fuego”
Pero nadie levantó la mirada. Estaban todos con los ojos puestos en la tierra como siguiendo el rastro laborioso de las hormigas. Y así se quedaron largo tiempo hasta que Caín comprendió que entre ellos no encontraría Redentor alguno.
“y si el Redentor no asiste al sacrificio los hombres han de perecer”.
Creyó posible que el Redentor fuera mujer, pero ninguna alzó los ojos. Creyó posible que el Redentor fuera mujer consagrada y santa; mandó traer a las monjas y las bañó con la sangre del hombre muerto, las retó deslizando su lengua serpentina en la cavidad de sus orejas, les ofreció todos los dones de la carne. Pero entre ellas tampoco estaba el Redentor.
“y la ira se hizo diosa en manos de Caín, y murieron todos bajo la lluvia de fuego”
Después de la erupción floreció la tierra. En el Valle sólo quedó el Convento que, a manera de arca de salvación, protegió entre sus paredes al Apóstol y a su madre y a las monjas que pidieron piedad. Allí, de pie, soberbio, levanta sus murallas y se ve brillar a lo lejos como un diamante divino. Nadie asiste ya a dejar sus oraciones. Los caminos se han ido cerrando con la maleza. De vez en cuando un explorador se aventura en la selva y viene a parar en los huertos que tanto aman las Magdalenas. Los tomates, tan rojos, se parecen al fruto prohibido; y el explorador tentado termina en las manos de Caín, que minutos más tarde servirá la cena. Una cabeza dorada, adornada con rodajas de tomate, se levanta en la bandeja como un monte de carne ofrecido a los dioses en tributo. La anciana corta una de las orejas y la deja caer lujuriosa sobre el plato de su hijo. Devoran con gusto ese manjar enviado por los ángeles sin pronunciar palabra alguna. No hicieron jamás un voto de silencio pero prefieren callar porque no tienen nada que decirse. Caín gruñe a cada mordida de lengua, pero sigue comiendo aún cuando su boca sangrante derrama sobre la carne un sabor herrumbroso.
Las mujeres, encerradas en las celdas, oran por sus almas. Se entregan a los cantos redentores, metiendo entre sus calzones crucifijos de madera para no caer en los pecados de la carne; se acusan de haber sido tentadas por Caín al momento del primer asesinato. La sangre del cuerpo inerte estalló sobre sus hábitos como lo hiciera Onán sobre la tierra; exaltadas corrieron a lavar sus ropas y se encerraron para siempre. “Perdona Señor nuestros pecados, arrebata de nuestras mentes el sabor de la carne”. Y mueren una a una, sabiendo que siempre habrá una esposa para Dios y que ésta, a donde quiera que vaya, ira a parir al asesino de los hombres.

martes, 23 de septiembre de 2008

Hay una luz que cae sobre las ramas de los árboles...

Hay una luz que cae sobre las ramas de los árboles, furiosa, como si quisiera traspasar aquella corteza finamente moldeada. Hay un pájaro que canta y escapa de su nido. Hay una ventana que puede verlo todo, hasta el instante único y fugaz en que los hilos de luz chocan de frente contra su cristal para cegarla. Hay un hombre que descansa en un sillón con un lápiz en la mano, está rodeado de palabras escritas al azar en trozos de papel, absolutamente blancos ahora por el efecto de la luz, esparcidos por el suelo, como si fueran el tapiz de aquella habitación; acoplándose tanto a la madera que podrían pasar por blancos trozos de cedro blanco, blancamente similares a los dedos del hombre. Lo reconozco, veo el lápiz en su mano, veo la ventana, veo su rostro. Lo reconozco, me reconozco. Sí. Es como predije. Se trata de mi muerte.
De repente la idea de un suicidio regresa a mi cabeza, como una pincelada que lo borra todo en un color que no alcanzo a comprender (porque me habla en un idioma inentendible). Allí están los caminos de Han, allí está la mujer que cuelga de su bufanda de seda; su rostro violeta se derrama en el atardecer y éste a su vez se mezcla con las ramas del cerezo, creando un cuadro digno de las más saladas lágrimas. La ola rompe con fuerza sobre las rocas de mis pómulos.

-¡Marguerite! ¡Marguerite, dónde estás!

Y ella aparece con todo su ímpetu de diosa, me deja probar sus senos de esclava y se desliza por mis sábanas como un temblor que desbarata las piernas y deja cráteres inmensos en la piel.

Llega la mañana y me despierta la madre inexistente. Le digo:

-Te presento a mi amante, se llama Adriano. Y ella, la que ves ahí sentada con su mirada parca, es su madre, pero ante todo su hija... Marguerite Yourcenar dicen que se llama, yo creo que se llama Golondrina.

Y mi madre inexistente hace un gesto de qué-más-da y abre las cortinas.

-Tú me obligabas - le digo- tú me sentabas junto a la ventana y me obligabas a leer las fábulas de Pombo. "Se las aprende", decías. "Tiene que leer". Es así como lo recuerdo; tal vez nunca sucedió, ahora ya no importa. No te debo nada.

Y mi madre inexistente, siempre con el mismo gesto, se lanza por la ventana y se pierde a lo lejos como un pequeño punto negro que muere donde muere el sol.

Me levanto y, de pie frente al espejo, viene alguna revelación (quizás sea una falsa epifanía).

-¡Virginia! ¡Virginia! ¡Pequeña cabra, despierta! Creo que compraré las flores hoy. Haremos una fiesta.

Virginia se despierta con su mirada triste buscando mis brazos.

-¡No pensaras ahogarte de nuevo en el rio!

-No - dice ella-, no lo haré el día de tu fiesta.

Salgo al jardín y recolecto las piedras suficientes. Las meto en los bolsillos de sus ropas.

-Siempre, siempre morirás mi querida Virginia. No puedes soportar la idea de vivir sin la corriente del río.

El mundo, afuera, es absolutamente extraño, o yo soy absolutamente necio. Apenas he dado dos pasos y ya me caigo sobre el piso estéril de la calle. Me cuesta trabajo mantenerme en pie, y más aún, pasar un día sin escribir alguna frase. Por eso quiero hacer la fiesta, para ocultar un poco mi silencio, aquél que tantas noches se me amarra al pecho. No soporto la aridez de la tierra. No soporto la aridez de mi mano cuando se apoya sobre la hoja, cuando amarra duramente el lápiz y termina por apartarse furiosa ante la falta de palabras.

Por eso quiero hacer la fiesta. Esperaré con ansias la llegada de mis invitados. El señor Wilde, y la señora Constable, Regina Olsen (una deliciosa mujer, la invité para que traiga a Soren)y ¡Camus! y el viejo Wang Fo (quiero que haga un retrato para mi). Y aquellos que no mencionaré para sorpresa de los demás invitados. Es mejor mantenerlo en secreto.

Aquí están las flores, allí el jarrón. Quiero descansar en el sillón, aún falta mucho para que comiencen a llegar, cierro los ojos y un leve golpecito de aleteo llama mi atención hacia la ventana. Una mariposa nocturna arremete con fuerza y se estrella en el cristal.

-Es justo como lo pensé - digo como si alguien me escuchara. Es así como será mi muerte.

Sobre el amor

Quiero iniciar parafraseando a Juan José Arreola, quien dice en uno de sus textos: “Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito”. Definitivamente prefiero el infinito; perderse en un laberinto de infinidades, con minotauros sedientos, con alas de cera, con pasadizos secretos, con puertas que llevan a los rincones más oscuros de la mente, con ventanas que abren hacia una sonrisa parecida al viento. Perderse en un país de maravillas o visitar el mundo que habita en la segunda estrella antes del amanecer.
Encontrarse con el otro no es tarea difícil; lo complicado del asunto es saber reconocerse en el otro y reconocerse a sí mismo. Una vez rota la barrera del tiempo y el espacio, cuando una hora, un segundo y mil años son lo mismo, se da vía libre al extrañamiento. A ese maravilloso fenómeno que es hijo de la inocencia; mientras deslizas tu dedo por el vientre de tu amante que es mucho más que un cuerpo; mientras pruebas con tus labios toda esa furia de beso que desencaja el alma, que desdobla la mirada hacia la eclosión del sexo, de todo lo que es Uno y es Nada al mismo tiempo.
Si me preguntan ¿qué es el amor? Responderé que es un vicio, una adicción, una droga que una vez entra a tus venas destruye cualquier indicio de corporalidad. No es una droga cualquiera; tiene todas las características de una sustancia psicoactiva, con una única y determinante diferencia, sólo se necesita una dosis. Te destruye lentamente mientras va creándote de nuevo, en una muerte lenta que se parece al cambio del día en la noche, o de la noche en el día; ese instante infinito en que los ojos se posan sobre el horizonte y ven más allá de lo que jamás ha visto un hombre, de lo que jamás verá un dios; ese delicado lienzo que va revelándose ante la vista de los amantes como una epifanía, como si, desde lo alto y desde lo más profundo, la mano de un pintor universal ofreciera esa visión de la belleza, primaria, eterna y fugaz. Unos segundos bastan para que desaparezca; pero hay toda una vida para cerrar los ojos y hacerlo eterno. Y aún con todo lo bello que pueda llegar a ser, no creo en el amor, creo en los seres que aman.

sábado, 26 de abril de 2008

ANIMULA VAGULA BLANDULA

¿Quién no ha soñado con una biblioteca de Babel? Una torre que se eleve hasta el cielo y se pierda en las aguas de Caronte, en las profundidades dantescas del castillo siete veces hecho piedra. Horas interminables persiguiendo diccionarios para terminar, lápiz en mano, con una traducción más propia, viciada. Libro tras libro ir limpiando el polvo acumulado, producto de una mala ventilación. La peor parte para nosotros los alérgicos que, luego de estornudar unas cuantas veces, sólo alcanzaríamos a dar vuelta a la página; y diez páginas más tarde caeríamos deshidratados sobre algún estante, como hojas desprendidas de algún tomo enciclopédico. ¿Quién no se ha despertado del sueño para ir al baño a vomitar? Vomitar frases apenas desprendidas de la boca, frases obscenas, impúdicas.

Una de esas noches, luego de despertarme sin habla, sumido en un mutismo que rompía con el bullicio nocturno, busqué entre mis libros. Sí, tenía ganas de vomitar, quería desprenderme del cuerpo o de otras cosas perfectamente vomitables. Y allí estaba, con una ilustración de la Villa Adriana grabada en su carátula, ese animal que ha vivido al acecho, desde nuestro primer encuentro, a la espera de un nuevo enfrentamiento. Me quedo mirando el título largo rato: Memorias de Adriano. Y de golpe, todo un cajón lleno de historia, de memorias discutibles, de lirismos olvidados, me lanza de cabeza al libro, como si al asomarme por la ventana de un bus, diera con la suerte de un poste atravesado en el camino.

Leo como si fuera la primera vez. Derramo sobre la cama, en un descuido, el agua de un vaso. Poco más allá de la vigésima página, Adriano, el Científico, habla de la observación, del estudio de los hombres. Habla de él y suelta esas palabras como río de agua fría y turbulenta, esas palabras que se amontonan en el pecho y se escapan por los ojos sin medida alguna. Dice Adriano: “En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error”

¿Quién ha podido llegar a un acuerdo? Todo cuanto Adriano ha logrado comprender con los años guarda en si mismo un error milimétrico. Error de la comprensión incompleta, de tener una verdad a medias. El ojo del emperador observa al esclavo; un buen emperador incluso observa lo que el esclavo ve, pero lo transforma, le da un nuevo sentido. El destino del imperio a manos de los arquitectos se refugia en la construcción de falsos castillos o de fuertes cimientos. El destino del imperio a manos de los esclavos se esconde en la bajeza servil o en la certeza de la libertad. El destino del imperio a manos de Adriano es el destino de su propio Yo, de su individualidad mutable; es el destino de la transfiguración.

Cuando la muerte está cerca – y siempre lo está – le preguntamos al alma: ¿dónde vivirás? En lugares lívidos, severos y desnudos y jamás volverás a animarme como antes. Y si la vida no pasa ante los ojos como dicen, corremos a inventarnos una: nos revelamos ante nosotros mismos toda esa naturaleza escondida en las comisuras del alma. Sí, Adriano me ha recordado nuevamente que la muerte ronda esta casa. Cierro el libro. Lo pongo sobre la mesa al lado de mi cama. Amo la soledad cuando estoy solo. Desespero la soledad cuando me veo, irremediablemente, en los brazos del individuo a quien estoy condenado. Desde mi rincón observo con cuidado, sin perder detalle. El Emperador es un buen observador, pero no todos los buenos observadores pueden reinar sobre el Imperio. Adriano es arquitecto, poeta y esclavo; es más que gobernante y tiene presente una verdad: natura déficit fortuna mutatur deus omnia cernit. La naturaleza nos traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto.

Cierro los ojos tratando de dormir. El insomnio vencido da paso al ensueño. Y de repente, otra vez, me despierto: ¿Cuánto tiempo he dormido? -¿Has estado despierto alguna vez?, dice una voz a mi oído. El nuevo día comienza.