martes, 23 de septiembre de 2008

Hay una luz que cae sobre las ramas de los árboles...

Hay una luz que cae sobre las ramas de los árboles, furiosa, como si quisiera traspasar aquella corteza finamente moldeada. Hay un pájaro que canta y escapa de su nido. Hay una ventana que puede verlo todo, hasta el instante único y fugaz en que los hilos de luz chocan de frente contra su cristal para cegarla. Hay un hombre que descansa en un sillón con un lápiz en la mano, está rodeado de palabras escritas al azar en trozos de papel, absolutamente blancos ahora por el efecto de la luz, esparcidos por el suelo, como si fueran el tapiz de aquella habitación; acoplándose tanto a la madera que podrían pasar por blancos trozos de cedro blanco, blancamente similares a los dedos del hombre. Lo reconozco, veo el lápiz en su mano, veo la ventana, veo su rostro. Lo reconozco, me reconozco. Sí. Es como predije. Se trata de mi muerte.
De repente la idea de un suicidio regresa a mi cabeza, como una pincelada que lo borra todo en un color que no alcanzo a comprender (porque me habla en un idioma inentendible). Allí están los caminos de Han, allí está la mujer que cuelga de su bufanda de seda; su rostro violeta se derrama en el atardecer y éste a su vez se mezcla con las ramas del cerezo, creando un cuadro digno de las más saladas lágrimas. La ola rompe con fuerza sobre las rocas de mis pómulos.

-¡Marguerite! ¡Marguerite, dónde estás!

Y ella aparece con todo su ímpetu de diosa, me deja probar sus senos de esclava y se desliza por mis sábanas como un temblor que desbarata las piernas y deja cráteres inmensos en la piel.

Llega la mañana y me despierta la madre inexistente. Le digo:

-Te presento a mi amante, se llama Adriano. Y ella, la que ves ahí sentada con su mirada parca, es su madre, pero ante todo su hija... Marguerite Yourcenar dicen que se llama, yo creo que se llama Golondrina.

Y mi madre inexistente hace un gesto de qué-más-da y abre las cortinas.

-Tú me obligabas - le digo- tú me sentabas junto a la ventana y me obligabas a leer las fábulas de Pombo. "Se las aprende", decías. "Tiene que leer". Es así como lo recuerdo; tal vez nunca sucedió, ahora ya no importa. No te debo nada.

Y mi madre inexistente, siempre con el mismo gesto, se lanza por la ventana y se pierde a lo lejos como un pequeño punto negro que muere donde muere el sol.

Me levanto y, de pie frente al espejo, viene alguna revelación (quizás sea una falsa epifanía).

-¡Virginia! ¡Virginia! ¡Pequeña cabra, despierta! Creo que compraré las flores hoy. Haremos una fiesta.

Virginia se despierta con su mirada triste buscando mis brazos.

-¡No pensaras ahogarte de nuevo en el rio!

-No - dice ella-, no lo haré el día de tu fiesta.

Salgo al jardín y recolecto las piedras suficientes. Las meto en los bolsillos de sus ropas.

-Siempre, siempre morirás mi querida Virginia. No puedes soportar la idea de vivir sin la corriente del río.

El mundo, afuera, es absolutamente extraño, o yo soy absolutamente necio. Apenas he dado dos pasos y ya me caigo sobre el piso estéril de la calle. Me cuesta trabajo mantenerme en pie, y más aún, pasar un día sin escribir alguna frase. Por eso quiero hacer la fiesta, para ocultar un poco mi silencio, aquél que tantas noches se me amarra al pecho. No soporto la aridez de la tierra. No soporto la aridez de mi mano cuando se apoya sobre la hoja, cuando amarra duramente el lápiz y termina por apartarse furiosa ante la falta de palabras.

Por eso quiero hacer la fiesta. Esperaré con ansias la llegada de mis invitados. El señor Wilde, y la señora Constable, Regina Olsen (una deliciosa mujer, la invité para que traiga a Soren)y ¡Camus! y el viejo Wang Fo (quiero que haga un retrato para mi). Y aquellos que no mencionaré para sorpresa de los demás invitados. Es mejor mantenerlo en secreto.

Aquí están las flores, allí el jarrón. Quiero descansar en el sillón, aún falta mucho para que comiencen a llegar, cierro los ojos y un leve golpecito de aleteo llama mi atención hacia la ventana. Una mariposa nocturna arremete con fuerza y se estrella en el cristal.

-Es justo como lo pensé - digo como si alguien me escuchara. Es así como será mi muerte.

Sobre el amor

Quiero iniciar parafraseando a Juan José Arreola, quien dice en uno de sus textos: “Dos puntos que se atraen, no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro que es el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito”. Definitivamente prefiero el infinito; perderse en un laberinto de infinidades, con minotauros sedientos, con alas de cera, con pasadizos secretos, con puertas que llevan a los rincones más oscuros de la mente, con ventanas que abren hacia una sonrisa parecida al viento. Perderse en un país de maravillas o visitar el mundo que habita en la segunda estrella antes del amanecer.
Encontrarse con el otro no es tarea difícil; lo complicado del asunto es saber reconocerse en el otro y reconocerse a sí mismo. Una vez rota la barrera del tiempo y el espacio, cuando una hora, un segundo y mil años son lo mismo, se da vía libre al extrañamiento. A ese maravilloso fenómeno que es hijo de la inocencia; mientras deslizas tu dedo por el vientre de tu amante que es mucho más que un cuerpo; mientras pruebas con tus labios toda esa furia de beso que desencaja el alma, que desdobla la mirada hacia la eclosión del sexo, de todo lo que es Uno y es Nada al mismo tiempo.
Si me preguntan ¿qué es el amor? Responderé que es un vicio, una adicción, una droga que una vez entra a tus venas destruye cualquier indicio de corporalidad. No es una droga cualquiera; tiene todas las características de una sustancia psicoactiva, con una única y determinante diferencia, sólo se necesita una dosis. Te destruye lentamente mientras va creándote de nuevo, en una muerte lenta que se parece al cambio del día en la noche, o de la noche en el día; ese instante infinito en que los ojos se posan sobre el horizonte y ven más allá de lo que jamás ha visto un hombre, de lo que jamás verá un dios; ese delicado lienzo que va revelándose ante la vista de los amantes como una epifanía, como si, desde lo alto y desde lo más profundo, la mano de un pintor universal ofreciera esa visión de la belleza, primaria, eterna y fugaz. Unos segundos bastan para que desaparezca; pero hay toda una vida para cerrar los ojos y hacerlo eterno. Y aún con todo lo bello que pueda llegar a ser, no creo en el amor, creo en los seres que aman.

sábado, 26 de abril de 2008

ANIMULA VAGULA BLANDULA

¿Quién no ha soñado con una biblioteca de Babel? Una torre que se eleve hasta el cielo y se pierda en las aguas de Caronte, en las profundidades dantescas del castillo siete veces hecho piedra. Horas interminables persiguiendo diccionarios para terminar, lápiz en mano, con una traducción más propia, viciada. Libro tras libro ir limpiando el polvo acumulado, producto de una mala ventilación. La peor parte para nosotros los alérgicos que, luego de estornudar unas cuantas veces, sólo alcanzaríamos a dar vuelta a la página; y diez páginas más tarde caeríamos deshidratados sobre algún estante, como hojas desprendidas de algún tomo enciclopédico. ¿Quién no se ha despertado del sueño para ir al baño a vomitar? Vomitar frases apenas desprendidas de la boca, frases obscenas, impúdicas.

Una de esas noches, luego de despertarme sin habla, sumido en un mutismo que rompía con el bullicio nocturno, busqué entre mis libros. Sí, tenía ganas de vomitar, quería desprenderme del cuerpo o de otras cosas perfectamente vomitables. Y allí estaba, con una ilustración de la Villa Adriana grabada en su carátula, ese animal que ha vivido al acecho, desde nuestro primer encuentro, a la espera de un nuevo enfrentamiento. Me quedo mirando el título largo rato: Memorias de Adriano. Y de golpe, todo un cajón lleno de historia, de memorias discutibles, de lirismos olvidados, me lanza de cabeza al libro, como si al asomarme por la ventana de un bus, diera con la suerte de un poste atravesado en el camino.

Leo como si fuera la primera vez. Derramo sobre la cama, en un descuido, el agua de un vaso. Poco más allá de la vigésima página, Adriano, el Científico, habla de la observación, del estudio de los hombres. Habla de él y suelta esas palabras como río de agua fría y turbulenta, esas palabras que se amontonan en el pecho y se escapan por los ojos sin medida alguna. Dice Adriano: “En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error”

¿Quién ha podido llegar a un acuerdo? Todo cuanto Adriano ha logrado comprender con los años guarda en si mismo un error milimétrico. Error de la comprensión incompleta, de tener una verdad a medias. El ojo del emperador observa al esclavo; un buen emperador incluso observa lo que el esclavo ve, pero lo transforma, le da un nuevo sentido. El destino del imperio a manos de los arquitectos se refugia en la construcción de falsos castillos o de fuertes cimientos. El destino del imperio a manos de los esclavos se esconde en la bajeza servil o en la certeza de la libertad. El destino del imperio a manos de Adriano es el destino de su propio Yo, de su individualidad mutable; es el destino de la transfiguración.

Cuando la muerte está cerca – y siempre lo está – le preguntamos al alma: ¿dónde vivirás? En lugares lívidos, severos y desnudos y jamás volverás a animarme como antes. Y si la vida no pasa ante los ojos como dicen, corremos a inventarnos una: nos revelamos ante nosotros mismos toda esa naturaleza escondida en las comisuras del alma. Sí, Adriano me ha recordado nuevamente que la muerte ronda esta casa. Cierro el libro. Lo pongo sobre la mesa al lado de mi cama. Amo la soledad cuando estoy solo. Desespero la soledad cuando me veo, irremediablemente, en los brazos del individuo a quien estoy condenado. Desde mi rincón observo con cuidado, sin perder detalle. El Emperador es un buen observador, pero no todos los buenos observadores pueden reinar sobre el Imperio. Adriano es arquitecto, poeta y esclavo; es más que gobernante y tiene presente una verdad: natura déficit fortuna mutatur deus omnia cernit. La naturaleza nos traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo alto.

Cierro los ojos tratando de dormir. El insomnio vencido da paso al ensueño. Y de repente, otra vez, me despierto: ¿Cuánto tiempo he dormido? -¿Has estado despierto alguna vez?, dice una voz a mi oído. El nuevo día comienza.