martes, 18 de agosto de 2009

La Invitación

Las fiestas me aburren. El trago amargo que baja por la garganta como buscando al ladrón de alguna pena (como si uno tomara sólo en momentos de tristeza); el humo que se empoza en los ojos y los deja como náufragos en mar ajeno (como si uno llorara sólo de dolor y culpara a alguien por eso); la gente, los hombres, las mujeres, que pasan, que van, que vienen, que gritan, se ríen y bajan y luego suben, aquellos que se pelean y aquellas que se abrazan, la gente que es el todo y te recuerda que estás en nada. Y no es que me moleste la gente, es que las fiestas me aburren y en las fiestas hay gente. Pero esto no ha sido cosa de siempre, antes, en otro tiempo, en otro siglo tal vez, en otro mundo, me gustaban las fiestas, emborracharme hasta terminar desnudo, drogarme hasta romper el manto de estrellas. Ahora, me gusta emborracharme en el silencio absoluto, alucinar en los vacíos que le regalo a mi tiempo, dormir sin cerrar los ojos, caminar como si estuviera completamente despierto.
Ella se acomoda la falda y se pinta los labios de color violeta. Tiene la cara desfigurada. Creo que se la he visto así desde siempre pero, como es terca, insiste en que sólo lleva dos días con ella y que se la propició una alergia por algún alimento viejo. “Te ves hermosa”, le digo. Me mira como si me tuviera lástima y hace una mueca que sólo le conozco a ella. “¿En serio no quieres venir a la fiesta?”. “No”, le digo toscamente, “te estoy diciendo que me aburren”. Y suelta su lengua como si quisiera lamer mis enojos. “Ya te dije que es por culpa de Marte, ¿qué no has visto que por estos días está más cerca de la tierra?”. Pero, como ve que me resisto, se acerca simulando los gemidos de una loba y me muerde la boca. “Te aseguro que es Marte quien te metió esas ideas en la cabeza… Vístete, sal a la calle y pídele a Marte, muy cordialmente, que se vaya a comer mierda”.
Es lo que yo llamo una mujer ebria. No porque tenga mucho licor en su cabeza sino porque camina como si llevara un tesoro escondido en el vientre; se mueve acá, se contorsiona allá, despista en otra parte, para que nadie descubra su misterio. Baila, canta, se besa con alguien que dijo conocerla de otra vida pero mintió solo para probar sus labios, que algún amigo le recomendara. Vuelve con sus piernas largas que jamás han conocido el cansancio; tiene tiempo de atenderme, de abrazarme entre sus risas. “Te perdiste de una fiesta maravillosa”. Y me cuenta mientras mueve sus caderas todo el trajín de la noche, empuja hacia mí su pubis tantas veces como la besaron sus amantes, muerde mi cuello por cada copa de licor que recibieron sus labios. “No, no es culpa de Marte… Sos vos… me gusta quedarme en casa para que vengas a contarme la noche”. Me mira fijamente a los ojos como esperando que continúe mi discurso y, al ver que mis labios no se mueven, suelta la carcajada.
“Lo malo de ustedes los hombres es que no saben pedirle a una mujer que haga su papel de puta…”. Se quita la ropa y me va desnudando con sus besos, con sus movimientos convulsivos. Me culea como si yo fuera la gata y ella el perro. Pierdo el conocimiento, luego me veo vomitando, el mundo se me revuelve todo en un golpe seco. “Ahora tu padre va a tener un hijo que perdió su virginidad con una puta”. Me asquea su risa de pocos dientes, me produce escozor lo prominente de sus carnes. “Eras hermosa, eras la mujer más hermosa del mundo… ahora no eres más que un…”. Se lava frente a mi, limpia cada parte de su cuerpo, se acaricia torpemente y al caer del agua deja salir pequeños gemidos de vaca. “Querías placer y te he dado la verdad”, me dice, como si un niño de doce años no entendiera de sarcasmos. Y luego mi padre, el de siempre, el que se acuesta con la pelirroja los sábados y con la negra los domingos. Orgulloso el señor porque tiene un hijo varón. En la casa, la madre preocupada, cree que fuimos a misa. En el cuarto de Florelia, mis días de infancia, recorren sus carnes, perfumadas por quinta vez en el día.
Nunca volví a tener sexo hasta que conocí a Gabriel, un ser mitológico con pretenciones de mago, que bailó conmigo en una fiesta y se marchó con la mañana en brazos de una virgen que venía de otro pueblo.
Las fiestas me aburren. Me recuerdan a Florelia, a mi padre queriendo un hijo macho. Me recuerdan a Gabriel, al macho queriendo hacerme hembra. Prefiero la tranquilidad de mi casa, el vaso y el vino, la luz de la vela, el suave gemido de las castañuelas con que mis güevas cantan su flamenco. La tristeza insana con que me despierto todas las mañanas, al borde, casi como si cayera y me desmembrara torpemente.
Me parecieron razones suficientes para no insistirle más con la idea de ir a la fiesta. Sonreí con compasión, no lo niego, pero él de compasión entendía poco. Di media vuelta y me fui buscando la dirección que había anotado en una hoja de cuaderno. La tinta comenzaba a correrse por entre las líneas del papel. Fue entonces cuando supe que sudaba; mis manos se deshacían en agua. Toda la noche estuve sentado en algún rincón de la casa, pensando en él. Creo que algo de su hastío me transmitió aquella vez porque, cuando se acercó María para invitarme a la habitación de huéspedes, sentí una necesidad urgente de correr a mi casa y hacerme una paja.