viernes, 23 de enero de 2009

El Evangelio según Caín

Cuando el Volcán de las Cruces ruge se parece a cien mil tigres hambrientos. Todos en manada, mostrando sus dientes a un tiempo, con su mirada fija en la presa. En la base del volcán todas las gentes bailan y cantan en rituales que duran semanas enteras; se hacen ofrendas a Dios y también a los dioses para que aplaquen el instinto asesino de la montaña. Cuando regresa la calma, los crucenses regresan con ella a las tareas habituales, mirando siempre de reojo hacia el pico del volcán como esperando el momento en que su sangre redentora se deslice cuesta abajo para lavar sus culpas. En el Valle de las Cruces hay una fe piadosa y eterna que mantiene a sus habitantes con vida. No hay un solo hombre que no se entregue a Dios. No hay una sola mujer que no se entregue a Dios. Y también a los dioses. Los cimientos de una iglesia que nunca terminó de construirse sirvieron para levantar el único Convento de la zona. Allí solían reunirse hombres y mujeres por igual en los tiempos en que la fe era más fuerte que el instinto de supervivencia. Poco a poco, los crucenses fueron dejando a las monjas a merced de la maleza. Y ellas, olvidadas para siempre maldijeron el natalicio de Caín y se ocultaron en sus claustros.
Encerradas en celdas de piedra, de paredes tan duras como la fe que guardan en sus corazones, las mujeres oran en silencio. Sus bocas sólo reciben las hostias que alguien consagró con la sangre derramada en nombre de las cruces. Se alimentan con el dolor de aquellos muertos que son gaviotas enfurecidas, carceleras aladas que entierran sus garras en los costados y en las gargantas, y escapan con esos fragmentos de alma olvidados en la red por un pescador descuidado. Sus pieles, ocultas por los hábitos, y también por los hábitos, han adquirido un rubor de sombra parecido a la sonrisa de la muerte. Ante la falta de luz, porque no hay espacio alguno en aquellos monasterios del alma por donde se pueda colar el sol, han ido perdiendo el alcance de sus ojos, semejantes a la luna que va menguando hasta mostrarnos las formas de su espalda. Como las lágrimas se rehúsan a salir, por temor a perderse en el silencio, van inundándose por dentro; soplos marinos golpean las cavidades de sus cuerpos y las obligan a danzar en un rito que se parece al baile de las hojas en invierno.
La anciana, sentada en su eterna silla de mimbre, insiste en enhebrar una aguja. Esa silla, que recibió como regalo de bodas, es el recuerdo de su madre. “El matrimonio está compuesto por diez años, para parir diez hijos, y treinta años más, tal vez cuarenta, para sentarse en la silla y enhebrar tantas agujas como sea posible. Luego te quedas viuda y cada vez se hace más difícil el oficio de la costura. Cuando mueres la silla se convierte en una extensión de tu alma, de suerte que alguien dejará la ventana abierta, alguien verá la silla moverse, alguien dirá que viniste del país de los muertos a mecerte, y alguien regalará la silla (sin mencionar la palabra embrujo) a una joven hermosa que decidió abandonar su casa para seguir a un militar que le prometió su amor”. Esas palabras, tantas veces mencionadas por su madre, la persiguieron durante los primeros años. Cuando el quinto hijo vino corriendo a decirle que había amarrado los cordones de sus zapatos sin ayuda de nadie, tomó la silla y un par de agujas y se fue en el último bus que salía esa tarde. Fue acogida por el grupo de monjas que la adoptó como una hermana más. Un mes más tarde vendrían los vómitos y los mareos. Su abdomen creció tanto que llegó a pensar que tendría a un tiempo los cinco hijos restantes, según la profecía de su madre. Pero sólo tuvo uno.
La noche brillaba como un collar de diamantes sobre el pecho de la Reina Africana. Los gritos de la mujer se escuchaban en los campos cercanos como un estertor salido de la tierra. Semejantes rugidos le hacían recordar a los hombres y a las mujeres que vivir en un terreno volcánico era un acto suicida, y que todo aquél que cometiera pecado contra su propia vida merecía el peor de los castigos en el infierno. Caín nació en el Convento de las Hermanas Magdalenas; pesó lo suficiente como para llevar a su madre al borde de la muerte; tres semanas de largas oraciones bastaron para que la leche primitiva no le fuese negada al niño por la negra sombra de Dios. Fue bautizado entre oraciones que se parecían más a los rezos usados en los exorcismos: el nombre que le dieron, con semejante peso bíblico, lo acompañaría a lo largo de su vida como una maldición.
En los cantos de maitines siempre estaba en la primera fila escuchando atentamente; se sabía los servicios religiosos de memoria.
-Cuando crezca quiero ser Apóstol –le dijo muchas veces a su madre.
Y la mujer torcía sus ojos como una posesa inundada de temor.
-Sí, un Apóstol. Y escribiré un evangelio.
“En el principio era la Oscuridad y el Hombre entonces se sintió solo, pero un día llegó la mujer de una tierra lejana. Mas no llegó sola: trajo consigo el Génesis. Y resultó que la mujer era hija de la Oscuridad, la mujer era encarnación oscura, se apoderó de todo y esclavizó al hombre y el Génesis no tenía sexo todavía. Sólo al culminar la tercera estación llegó la redención y el Hombre se creyó salvado. El Génesis se había duplicado. Se fue aquél para el norte y aquella para el sur y la hembra siguió reinando, mas el Hombre, que como ella era ser pensante, la retó y haciendo uso de su instinto creador la colocó debajo de alguien superior. Ya no reinarás más mujer, dijo el Hombre, serás el Génesis y la carne y serás también el tercer brazo del Hombre, teniendo miedo de Aquél que te ve. Porque Aquél fue Hombre, gracias al Hombre que no fue mujer. Y todavía reina el principio pero de vez en cuando se rebela la mujer y dirige sus artes al Hombre sumiso y resignado”
No tardaron en llegar los seguidores. El culto de Caín se extendió por el Valle de las Cruces como la sombra de la noche sobre el pasto. Salve!, gritaban en coro y de rodillas recitaban el Evangelio. “Acude al llamado de la carne viviente. Dadnos la piedra para construir la ley”. El Convento de las Hermanas Magdalenas se convirtió en el epicentro de la nueva fe. El Génesis se hizo visible. Las mujeres asistían presurosas y alzaban sus faldas frente al altar en nombre de la Creación. Los hombres se aferraban a sus cuerpos redondeados, las perseguían entre rezos y bailes, como en un antiguo ritual de apareamiento. Y el Génesis se duplicó. No había persona en el Valle de las Cruces que no tuviera, sobre algún altar improvisado, las páginas abiertas del Evangelio de Caín.
Y los nuevos miembros fueron bautizados en las aguas termales que Aquél consagrara al Hombre en los tiempos de la Creación. Sumergían sus manos en el agua y con los dedos húmedos recorrían su cuerpo, masturbando su piel, reconociendo los pliegues de sus articulaciones, descansando en los orificios que su existencia corporal les ofrecía. Luego pronunciaban un nombre inentendible y se lanzaban como experimentados clavadistas para participar en la Orgía de los Minerales, de la que Caín era Sumo Regidor. Los que entraban como iniciados salían de las aguas transformados en ministros de la nueva fe. Se llamaban por sus nombres, y si acaso alguien lo olvidara inventaba al instante un nuevo nombre para bautizar a aquél que era considerado su igual. “Pero estaba escrito que llegaría la lluvia de fuego y antes de eso se levantaría la piedra y los hombres pagarían su falta”. Y así fue como un hombre, fiel creyente de la nueva fe, después de dejar sus libaciones sobre el altar Primero, se acerco al Sumo Regidor y le habló con palabras necias:
-Hermano! He dejado en mis oraciones gratas palabras y bendiciones a su nombre.
La tierra se estremeció con el galopar de potros apocalípticos. El volcán rugió como no lo hiciera en miles de años. Caín, armado con sus brazos lanzaba injurias contra el hombre, que asustado, corría de lado a lado esquivando los golpes.
-¡Hermano? –gritó Caín. No somos hermanos, somos seres errantes en busca de la piedra que construya nuestra ley.
Y cumpliendo con el deber que le demandaba su nombre mató al hereje que se atrevió a llamarlo hermano. Y dijo aún:
-Éste es el cadáver de quien se atrevió a llamarme hermano. La nueva raza está ahora maldita.
“Y la salvación llegará de manos del Redentor. Será el Redentor quien libere a los hombres de la lluvia de fuego”
Pero nadie levantó la mirada. Estaban todos con los ojos puestos en la tierra como siguiendo el rastro laborioso de las hormigas. Y así se quedaron largo tiempo hasta que Caín comprendió que entre ellos no encontraría Redentor alguno.
“y si el Redentor no asiste al sacrificio los hombres han de perecer”.
Creyó posible que el Redentor fuera mujer, pero ninguna alzó los ojos. Creyó posible que el Redentor fuera mujer consagrada y santa; mandó traer a las monjas y las bañó con la sangre del hombre muerto, las retó deslizando su lengua serpentina en la cavidad de sus orejas, les ofreció todos los dones de la carne. Pero entre ellas tampoco estaba el Redentor.
“y la ira se hizo diosa en manos de Caín, y murieron todos bajo la lluvia de fuego”
Después de la erupción floreció la tierra. En el Valle sólo quedó el Convento que, a manera de arca de salvación, protegió entre sus paredes al Apóstol y a su madre y a las monjas que pidieron piedad. Allí, de pie, soberbio, levanta sus murallas y se ve brillar a lo lejos como un diamante divino. Nadie asiste ya a dejar sus oraciones. Los caminos se han ido cerrando con la maleza. De vez en cuando un explorador se aventura en la selva y viene a parar en los huertos que tanto aman las Magdalenas. Los tomates, tan rojos, se parecen al fruto prohibido; y el explorador tentado termina en las manos de Caín, que minutos más tarde servirá la cena. Una cabeza dorada, adornada con rodajas de tomate, se levanta en la bandeja como un monte de carne ofrecido a los dioses en tributo. La anciana corta una de las orejas y la deja caer lujuriosa sobre el plato de su hijo. Devoran con gusto ese manjar enviado por los ángeles sin pronunciar palabra alguna. No hicieron jamás un voto de silencio pero prefieren callar porque no tienen nada que decirse. Caín gruñe a cada mordida de lengua, pero sigue comiendo aún cuando su boca sangrante derrama sobre la carne un sabor herrumbroso.
Las mujeres, encerradas en las celdas, oran por sus almas. Se entregan a los cantos redentores, metiendo entre sus calzones crucifijos de madera para no caer en los pecados de la carne; se acusan de haber sido tentadas por Caín al momento del primer asesinato. La sangre del cuerpo inerte estalló sobre sus hábitos como lo hiciera Onán sobre la tierra; exaltadas corrieron a lavar sus ropas y se encerraron para siempre. “Perdona Señor nuestros pecados, arrebata de nuestras mentes el sabor de la carne”. Y mueren una a una, sabiendo que siempre habrá una esposa para Dios y que ésta, a donde quiera que vaya, ira a parir al asesino de los hombres.

0 comentarios: